La Carta de Venecia es uno de los documentos más influyentes para la teoría y práctica de la restauración urbano-arquitectónica. Se creó tras la Segunda Guerra Mundial (1.964) y significó un paso crucial para la aplicación global de los modos de hacer en Patrimonio. Es probablemente la “norma” escrita que ha vehiculado los textos posteriores en esta materia.

 

Una mirada hacia atrás que hace persistir una visión arqueológica de lo antiguo y un repaso antológico de los edificios. Se trata así al bien cultural como si fuera un objeto de museo al que poder aplicar las reglas de la restauración de bienes artísticos y objetos arqueológicos.

 

Aunque la carta va más allá a la hora de entender el edificio como un monumento, se examina en ella la conservación del mismo, así como su restauración, que “habría de tener un carácter excepcional”. Pese a que han surgido nuevas “cartas”, la de Venecia sirvió de base para todas ellas. El tono más aperturista de las declaraciones surgidas posteriormente, amplían algunos aspectos que por espacio/tiempo quedan poco claros o incompletos en la de Venecia, habría que entender el contexto en que fue promulgada.

 

La Carta de Florencia sobre jardines y sitios históricos (1.981) amplía la concepción de los jardines históricos, entendiéndolos como una composición arquitectónica más. Las actuaciones de mantenimiento, conservación y restauración que se realicen en la zona deben respetar la unidad en su conjunto. Otro aspecto que la carta de Venecia olvida, pero que la de Florencia no hace, es ponderar la importancia del jardín como deleite, meditación o ensueño, casi desde el punto de vista cósmico. Todos los procesos que incluyan jardines requerirán una investigación previa.

 

La Carta de Nara (Japón, 1.994) se fundamenta en la Carta de Venecia y entiende la diversidad de culturas como fundamento de riqueza espiritual e intelectual. Los sitios se deben considerar en el contexto cultural al que pertenecen, basado en una conservación de los elementos y en las fuentes de información. Así, aspira a recoger su aspecto histórico, artístico, social y científico; a través de concepto-forma, materiales-sustancia, uso-función, tradición-técnicas, situación-emplazamiento y espíritu-sentimiento.

 

Anteriormente, la Carta de Turismo Cultural (ICOMOS, Consejo Internacional de Monumentos y Sitios, 1.976) destacó que la gestión del patrimonio debería velar por comunicar el significado de los sitios, tomando en cuenta la dimensión estética, social y cultural, paisajes, biodiversidad y los contextos visuales. Además, adhiere que se deberá respetar el estilo de vida autóctono para proteger, en última instancia, la autenticidad. En esta misma tónica, en la Carta de Burra (1.999) encontramos que proteger un sitio y hacerlo útil, realza su valor espiritual y destaca el valor que tiene por su significación cultural.

 

Nosotros tomamos en cuenta esta idea casi holística de la arquitectura y nos sumamos a una amplia red de maestros artesanos que trabajan como lo hacían sus antecesores, con técnicas que se utilizaban antes, con sentido y con pasión, para conseguir resultados excelentes, respetando el edificio, el entorno y su dimensión social, teniendo en cuenta la pátina, que refleja el espíritu de la propia construcción con su tiempo original y la sitúa en una perspectiva temporal.